Un camino de espinas para llegar a ser un cisne

¿Para qué necesitamos el ballet? ¿Por qué motivo los niños han de sacrificar su infancia para convertirse en bailarines? ¿Por qué siguen los rusos soñando con carreras en el ballet cuando tan pocos llegan a convertirse en verdaderos cisnes?

Por Maya Krilova para rbth.com

Hay muchos caminos que llevan al ballet. A menudo los niños toman por sí mismos decisiones que cambiarán sus vidas, incluso antes de empezar la escuela. «Vi el ‘Lago de los Cisnes’ en Cheliábinsk cuando tenía cinco años. Me impresionó lo mucho que se parecía a un cuento de hadas: refinado, elegante y distante, algo que no puedes tocar.

Después del espectáculo, ya estaba encaminada hacia lo que quería que fuese mi vida, y no era para nada un simple sueño infantil», dice Anastasia Kolegova, la solista de la compañía de Ballet Mariinski.

Poco ha cambiado en los últimos 20 años. Si quieres llegar a ser bailarín de ballet, el camino es el mismo para todo el mundo. Las biografías de las primas ballerinas y de los bailarines principales están llenas de historias en las que niños y niñas, hechizados por la belleza que ven en la pantalla, bailan al lado de la televisión tratando de copiar los movimientos.

La prima ballerina del Bolshói, Anastasia Goriacheva, decidió iniciar esta carrera después de ver una película sobre Anna Pavlova.

Los niños que se contagian de la fiebre del ballet se ponen a prueba de todos los modos posibles. Yan Godovsku, solista principal del teatro Bolshói, fue aceptado en una escuela de ballet tras ganar un concurso de bailes de salón en un campamento de verano.

Una vez que se toma la decisión, el niño tiene que crecer muy rápido: resulta que la belleza que veían en la televisión es el resultado de muchos años de duros entrenamientos, día tras día.

La dura vida de un bailarín empieza con la admisión en una escuela de ballet. Los niños tienen que superar exhaustivos exámenes de salud, constitución, flexibilidad y coordinación, además de habilidades musicales. En el periodo soviético, existían comités de examen que viajaban por todo el país, incluso hasta las aldeas más remotas; así es como fue descubierta la prima ballerina Svetlana Adirjaeva.

Solía haber decenas o incluso centenares de candidatos para una única plaza en una escuela de ballet, especialmente en las academias de Moscú y San Petersburgo. Ahora solo hay chicas. Los chicos en ballet escasean, y no solo en Rusia: una brillante carrera deportiva significa mucho más dinero. Además, los bailarines estaban exentos del servicio militar obligatorio en la URSS, pero ahora estos cupos se han suprimido.

El duro programa de una escuela de ballet, que incluye la carga lectiva normal más la práctica del ballet y asignaturas especiales como historia de la danza y piano, no les deja a los niños tiempo para ser niños. Los que llegan de otras ciudades tienen además que adaptarse a vivir sin sus padres.

La conocida bailarina Svetlana Zajárova recuerda sus días en la escuela: estaba en un internado en el que compartía habitación con otras siete chicas. Su niñez terminó en un instante y comenzó la lucha por la supervivencia. Los niños trabajan día y noche, toda la semana, para cumplir requisitos imposibles y llegar a combinar técnica y arte.

La prima ballerina del Bolshói, Evgenia Obraztsova cuenta que «me pegaban si no podía poner los pies en la quinta posición». La competición es despiadada: un niño entiende muy temprano que existen rivales con más talento, y que los profesores lo sacarán a relucir. Solo los luchadores natos consiguen sobrevivir.

La paradoja es que, durante este tiempo, los estudiantes llegan a comprender realmente por qué están allí. Es diferente de la alegría al ver una danza hermosa, o el placer de satisfacer a los padres. Es una decisión consciente: los niños entienden por qué aguantar los pies heridos y la falta de sueño. «Cuanto más me veía progresar, más quería bailar», recuerda Alexánder Volchkov, bailarín principal del teatro Bolshói.

Cuando llega el momento de la graduación, toda la escuela tiembla de emoción y los estudiantes se preparan para sus exámenes finales, preguntándose si serán aceptados en las compañías de ballet que quieren. Los graduados cuentan pavorosas (y exageradas) historias sobre el infierno que pasan los bailarines en los teatros: les ponen cristales rotos en las zapatillas, destrozan sus vestidos, solo pueden llegar a lo más alto si tienen conexiones.

Pero para ese momento los profesores saben ya los nombres de los mejores, los que llegarán a bailar en el Bolshói o el Mariinski. Pero la decisión final la toman los representantes de las compañías, que asisten a los exámenes de las principales academias de ballet del país.

La mayoría de los que se gradúan terminarán en compañías poco importantes; muchos se irán a otros países, donde hay demanda de bailarines rusos. Otros se graduarán y no encontrarán trabajo. Los bailarines novatos empiezan en el coro incluso si son potenciales bailarines solistas, ya que necesitan tener tablas y adquirir experiencia.

Pero no todos los candidatos están dispuestos a empezar desde abajo.

Una compañía competitiva puede atraer a un bailarín con talento si su director es lo suficientemente listo como para ofrecerle papeles de cierto peso.

Vladímir Malajov, director artístico del Ballet de Estado de Berlín, atrajo a la estrella internacional Polina Semionova, justo después de que se graduara en Moscú, donde iba a ser contratada por el Bolshói como bailarina ordinaria.

Las vidas de estos jóvenes artistas están llenas de dolor y éxtasis, lesiones, intrigas, victorias y competiciones. Convivirán los sueños y la rutina diaria, los tours importantes y las esperas agónicas para conseguir nuevos papeles en largas colas rodeados de sus colegas. Anhelarán los aplausos del público y se jubilarán a los 40 con una miserable pensión.

Pero, si tienen suerte, el patito feo se transformará en un soberbio cisne: el símbolo del ballet ruso.

La dura vida de un bailarín empieza con la admisión en una escuela de ballet. Fuente: ITAR-TASS

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