Conservadora y de vanguardia por partes iguales, la compañía neoyorquina es una de las más importantes del mundo. De vocación itinerante, ya recorrió 131 ciudades y no tiene sala propia, aunque el Metropolitan Opera House funcione como la plataforma de lanzamiento de todos sus estrenos. Caroline Kennedy, Carolina Herrera y La Prairie son algunos de sus mecenas.
Por Mariano López Seoane*
Por Mariano López Seoane*
El American Ballet Theatre es una paradoja. Una de las compañías de danza más importantes y prestigiosas del mundo es sólo un grupo de artistas, profesores y estudiantes que se esfuerzan en dominar el espacio y la gravedad y, sin embargo, no tiene un lugar: al ser sólo una compañía, carece de sala propia, frente o edificio que lo caracterice.
Lo primero que llama la atención al entrar al estudio de la calle Broadway es el clima cálido y distendido. El ascensorista que lleva a los bailarines al tercer piso de este edificio viejo y nada especial conoce a todos por sus nombres de pila y se permite bromas de las que no están ausentes los términos técnicos que todo connoisseur maneja a la perfección. En el hall de entrada hay una serie de asientos cómodos y personas prestas a atender las necesidades del recién llegado. Las paredes están repletas de pósters que evocan las performances más memorables. Una de las imágenes más destacables es una foto de conjunto de 2002, entre los que sobresalen Julio Bocca y Paloma Herrera. La larga historia de la compañía y su prestigio son evidentes desde que se pone un pie en ese hall. Muy pocas se le asemejan por su tamaño, capacidad de llegar al público y repertorio.
Cuando se fundó, a fines de 1939, sus directores, Lucia Chase y Oliver Smith, se propusieron desarrollar un repertorio que incluyera los mejores ballets del siglo XIX, pero también alentar la creación de nuevas obras por parte de talentos coreográficos noveles, cualquiera fuera su origen. Esta apuesta por la diversidad (de nacionalidades, escuelas, estilos de baile) es uno de los secretos detrás de la increíble fecundidad de la compañía. La lista de nombres de los bailarines principales se deja leer como una ONU de la danza: Mikhail Baryshnikov Nina Ananiashvili, Maxim Beloserkovsky, José Manuel Carreño, Angel Corella, Herman Cornejo, Irina Dvorovenko, Alessandra Ferri, Marcelo Gomes, Paloma Herrera y Julie Kent, entre otros. La excelencia de sus bailarines se relaciona, además, con los distintos programas de formación de bailarines que sostiene, que van desde entrenamiento para bailarines que han tenido experiencia en otras escuelas hasta clases de ballet para niños, pasando por la prestigiosa Jacqueline Kennedy Onassis School, un programa de entrenamiento preprofesional para bailarines de entre 12 y 18 años (nombrado en honor de quien fue la principal mecenas privada de la compañía).
Entre 1940 y 1980, y bajo la dirección de sus fundadores, ABT produjo gran parte del impresionante repertorio que aún sostiene y que incluye todos los ballets de larga duración del siglo XIX, como El lago de los cisnes, La bella durmiente y Giselle; las obras más reconocidas de principios del siglo XX, como Apollo, Las Sílfides y Rodeo; y también piezas maestras del ballet contemporáneo. Las puestas del American son impecables y han convocado a los mejores coreógrafos de la historia de la danza (George Balanchine, Antony Tudor, Jerome Robbins y Twyla Tharp, entre otros). Sin embargo, el objetivo de esta verdadera compañía ambulante no parece ser confinar el disfrute de estas joyas del ballet a un pequeño círculo de privilegiados. Por el contrario, la compañía tiene un fuerte compromiso con la difusión de la danza, por otro de sus rasgos más notables, que es una empresa itinerante: después de una breve temporada de menos de dos meses en la Metropolitan Opera House de la ciudad de Nueva York, la plataforma de despegue y estreno de todas sus puestas, el ABT inicia una larga gira anual por los EE.UU. y el resto del mundo, para actuar ante más de 600.000 personas durante varios meses. En sus 68 años de historia, visitó más de 131 ciudades en 42 países, incluida Buenos Aires. Es la única compañía en el mundo que actúa en el MET, una sala impresionante, generalmente reservada para espectáculos de música clásica y ópera, y para eso recibe apoyo financiero de instituciones como el Fondo Nacional de las Artes y de contribuidores privados como Caroline Kennedy, Carolina Herrera, Tara Rockefeller y La Prairie. Esta larga trayectoria convive sin fricciones con el look informal de los bailarines que asisten a clases y ensayos, casi todos extremadamente jóvenes, y que, más que en el cliché literario que hace del ballet un ejercicio prusiano, remiten a las imágenes hollywoodenses de Flashdance y Fama.
En una de sus salas se ensaya la Symphonie concertante, creada en 1947 como traducción coreográfica de la Sinfonía concertante de Mozart y parte destacada del repertorio de la compañía desde 1983. En esta puesta, dirigida por Susan Jones, Paloma Herrera está a cargo de uno de los tres protagónicos. Pero ella no está en el ensayo. Se trata de la práctica del cuerpo de baile y los solistas tienen ausente con aviso. Treinta y dos chicas revuelven el fondo de sus enormes bolsos en busca de algo de comida (los últimos gramos de proteína antes de ponerse a transpirar), una cintita para el pelo o alguno de los diez pares de zapatitos color crema. Una joven asiática es la primera en despegarse de la pared y camina unos diez metros en puntas de pie hasta llegar al centro del salón. Todas obedecen al código de vestimenta cool de los bailarines: superposición de pares de medias de distintos colores, calzas cómodas y capas de musculosas. Las chicas siguen cuchicheando cuando entra Susan y reina el silencio más absoluto. Las bailarinas ocupan sus posiciones como si fueran piezas de ajedrez. El repaso de la pieza comienza y la coach lo dirige todo desde su asiento, marcando el ritmo con un leve golpeteo de sus pies y sonriendo ante cada hazaña de sus protegidas. Cuando alguien se equivoca, deja escapar un suave “¡ooooops!” y todo se detiene como por encantamiento.
Las chicas vuelven a los lugares que ocupaban apenas segundos antes y miran atentamente la mímica de la coach, que sin levantarse indica un movimiento de brazos o recuerda que esa mejilla tiene que estar un poco más abajo, más cerquita del hombro. Todo con un tono dulce de maestra buena, recordando los nombres de cada una de las bailarinas (aun los más difíciles, porque recordemos que aquí hay artistas de Corea, de Rusia y de Finlandia) y sin llegar nunca a la exasperación ni al grito. Con su pelo blanco apenas debajo de las orejas, su pantalón negro amplio y su remera violeta por las rodillas, Susan parece la coach ideal, un mix benigno de hada madrina y tía de cuento. Tiene un cuadernito lleno de anotaciones manuscritas en el que repasa los movimientos que su memoria no guarda; muy pocos, por cierto. Sus indicaciones son breves (a veces un número, a veces una palabra en francés), pero las chicas se pliegan a su dictado. Algo esperable en una compañía que dedica de tres a seis meses al ensayo de cada pieza. Aceptan las correcciones como si ya conocieran bien el error en que incurrieron, antes de que se los hayan señalado. Durante los ensayos, las 90 bailarines del ABT tiene que estar de martes a sábado, de 10 a 19 hs y casi todas participan en más de una pieza por vez. Y la Symphonie Concertante es un top ten completo con lo mejor de la danza clásica. La atmósfera de cuento de hadas ordenado se interrumpe cuando Susan sale un segundo. Un par de chicas corre hacia el piano y le pide al pianista que toque el Happy Birthday. Todas saludan a una bailarina más bien pequeña, que se cubre la cara con timidez, mientras recibe felicitaciones en por lo menos cuatro idiomas. Vuelve Susan y se retoma el orden pautado. Muy pronto el ensayo termina, coronado por los aplausos de todas las estrellas.
Herman Cornejo, el principal
Argentino y puntano, Herman Cornejo ganó en 1997 la Medalla de Oro en el Octavo Concurso Internacional de Moscú y dos años más tarde ingresó al ABT.
—¿Cómo fue tu primera performance importante con el ABT?
—Cuando debuté no lo hice como bailarín fijo sino como aprendiz. Un aprendiz es menos que un bailarín de cuerpo de baile, pero me empezaron a dar todos los roles de solista… Y justo después de esa temporada nos fuimos a Japón. Ahí me tocó hacer La bayadera, y yo venía haciendo el rol del “ídolo de bronce”, que es un rol de principal. Y según las reglas yo no podía estar haciendo un rol de principal siendo aprendiz, y entonces me ofrecieron un contrato de cuerpo de baile. Y tres años después me pasaron a principal. Esa función en Japón fue muy especial porque por primera vez me vieron hacer algo importante en el escenario y entonces la dirección dio el paso de promoverme.
—¿Y cómo reaccionaron los compañeros que te vieron pasar de aprendiz a principal?
—Obviamente, sentí que alguno pudo molestarse, pero cuando tu trabajo y tu esfuerzo se notan en el escenario, esa pequeña molestia se aplaca. Sobre todo cuando vos encarás todo el asunto con respeto hacia el bailarín que tenés al lado, con mucho respeto.
Por Mariano López Seoane*
*Desde Nueva York.
www.perfil.com.ar
24 de Junio de 2007
Lo primero que llama la atención al entrar al estudio de la calle Broadway es el clima cálido y distendido. El ascensorista que lleva a los bailarines al tercer piso de este edificio viejo y nada especial conoce a todos por sus nombres de pila y se permite bromas de las que no están ausentes los términos técnicos que todo connoisseur maneja a la perfección. En el hall de entrada hay una serie de asientos cómodos y personas prestas a atender las necesidades del recién llegado. Las paredes están repletas de pósters que evocan las performances más memorables. Una de las imágenes más destacables es una foto de conjunto de 2002, entre los que sobresalen Julio Bocca y Paloma Herrera. La larga historia de la compañía y su prestigio son evidentes desde que se pone un pie en ese hall. Muy pocas se le asemejan por su tamaño, capacidad de llegar al público y repertorio.
Cuando se fundó, a fines de 1939, sus directores, Lucia Chase y Oliver Smith, se propusieron desarrollar un repertorio que incluyera los mejores ballets del siglo XIX, pero también alentar la creación de nuevas obras por parte de talentos coreográficos noveles, cualquiera fuera su origen. Esta apuesta por la diversidad (de nacionalidades, escuelas, estilos de baile) es uno de los secretos detrás de la increíble fecundidad de la compañía. La lista de nombres de los bailarines principales se deja leer como una ONU de la danza: Mikhail Baryshnikov Nina Ananiashvili, Maxim Beloserkovsky, José Manuel Carreño, Angel Corella, Herman Cornejo, Irina Dvorovenko, Alessandra Ferri, Marcelo Gomes, Paloma Herrera y Julie Kent, entre otros. La excelencia de sus bailarines se relaciona, además, con los distintos programas de formación de bailarines que sostiene, que van desde entrenamiento para bailarines que han tenido experiencia en otras escuelas hasta clases de ballet para niños, pasando por la prestigiosa Jacqueline Kennedy Onassis School, un programa de entrenamiento preprofesional para bailarines de entre 12 y 18 años (nombrado en honor de quien fue la principal mecenas privada de la compañía).
Entre 1940 y 1980, y bajo la dirección de sus fundadores, ABT produjo gran parte del impresionante repertorio que aún sostiene y que incluye todos los ballets de larga duración del siglo XIX, como El lago de los cisnes, La bella durmiente y Giselle; las obras más reconocidas de principios del siglo XX, como Apollo, Las Sílfides y Rodeo; y también piezas maestras del ballet contemporáneo. Las puestas del American son impecables y han convocado a los mejores coreógrafos de la historia de la danza (George Balanchine, Antony Tudor, Jerome Robbins y Twyla Tharp, entre otros). Sin embargo, el objetivo de esta verdadera compañía ambulante no parece ser confinar el disfrute de estas joyas del ballet a un pequeño círculo de privilegiados. Por el contrario, la compañía tiene un fuerte compromiso con la difusión de la danza, por otro de sus rasgos más notables, que es una empresa itinerante: después de una breve temporada de menos de dos meses en la Metropolitan Opera House de la ciudad de Nueva York, la plataforma de despegue y estreno de todas sus puestas, el ABT inicia una larga gira anual por los EE.UU. y el resto del mundo, para actuar ante más de 600.000 personas durante varios meses. En sus 68 años de historia, visitó más de 131 ciudades en 42 países, incluida Buenos Aires. Es la única compañía en el mundo que actúa en el MET, una sala impresionante, generalmente reservada para espectáculos de música clásica y ópera, y para eso recibe apoyo financiero de instituciones como el Fondo Nacional de las Artes y de contribuidores privados como Caroline Kennedy, Carolina Herrera, Tara Rockefeller y La Prairie. Esta larga trayectoria convive sin fricciones con el look informal de los bailarines que asisten a clases y ensayos, casi todos extremadamente jóvenes, y que, más que en el cliché literario que hace del ballet un ejercicio prusiano, remiten a las imágenes hollywoodenses de Flashdance y Fama.
En una de sus salas se ensaya la Symphonie concertante, creada en 1947 como traducción coreográfica de la Sinfonía concertante de Mozart y parte destacada del repertorio de la compañía desde 1983. En esta puesta, dirigida por Susan Jones, Paloma Herrera está a cargo de uno de los tres protagónicos. Pero ella no está en el ensayo. Se trata de la práctica del cuerpo de baile y los solistas tienen ausente con aviso. Treinta y dos chicas revuelven el fondo de sus enormes bolsos en busca de algo de comida (los últimos gramos de proteína antes de ponerse a transpirar), una cintita para el pelo o alguno de los diez pares de zapatitos color crema. Una joven asiática es la primera en despegarse de la pared y camina unos diez metros en puntas de pie hasta llegar al centro del salón. Todas obedecen al código de vestimenta cool de los bailarines: superposición de pares de medias de distintos colores, calzas cómodas y capas de musculosas. Las chicas siguen cuchicheando cuando entra Susan y reina el silencio más absoluto. Las bailarinas ocupan sus posiciones como si fueran piezas de ajedrez. El repaso de la pieza comienza y la coach lo dirige todo desde su asiento, marcando el ritmo con un leve golpeteo de sus pies y sonriendo ante cada hazaña de sus protegidas. Cuando alguien se equivoca, deja escapar un suave “¡ooooops!” y todo se detiene como por encantamiento.
Las chicas vuelven a los lugares que ocupaban apenas segundos antes y miran atentamente la mímica de la coach, que sin levantarse indica un movimiento de brazos o recuerda que esa mejilla tiene que estar un poco más abajo, más cerquita del hombro. Todo con un tono dulce de maestra buena, recordando los nombres de cada una de las bailarinas (aun los más difíciles, porque recordemos que aquí hay artistas de Corea, de Rusia y de Finlandia) y sin llegar nunca a la exasperación ni al grito. Con su pelo blanco apenas debajo de las orejas, su pantalón negro amplio y su remera violeta por las rodillas, Susan parece la coach ideal, un mix benigno de hada madrina y tía de cuento. Tiene un cuadernito lleno de anotaciones manuscritas en el que repasa los movimientos que su memoria no guarda; muy pocos, por cierto. Sus indicaciones son breves (a veces un número, a veces una palabra en francés), pero las chicas se pliegan a su dictado. Algo esperable en una compañía que dedica de tres a seis meses al ensayo de cada pieza. Aceptan las correcciones como si ya conocieran bien el error en que incurrieron, antes de que se los hayan señalado. Durante los ensayos, las 90 bailarines del ABT tiene que estar de martes a sábado, de 10 a 19 hs y casi todas participan en más de una pieza por vez. Y la Symphonie Concertante es un top ten completo con lo mejor de la danza clásica. La atmósfera de cuento de hadas ordenado se interrumpe cuando Susan sale un segundo. Un par de chicas corre hacia el piano y le pide al pianista que toque el Happy Birthday. Todas saludan a una bailarina más bien pequeña, que se cubre la cara con timidez, mientras recibe felicitaciones en por lo menos cuatro idiomas. Vuelve Susan y se retoma el orden pautado. Muy pronto el ensayo termina, coronado por los aplausos de todas las estrellas.
Herman Cornejo, el principal
Argentino y puntano, Herman Cornejo ganó en 1997 la Medalla de Oro en el Octavo Concurso Internacional de Moscú y dos años más tarde ingresó al ABT.
—¿Cómo fue tu primera performance importante con el ABT?
—Cuando debuté no lo hice como bailarín fijo sino como aprendiz. Un aprendiz es menos que un bailarín de cuerpo de baile, pero me empezaron a dar todos los roles de solista… Y justo después de esa temporada nos fuimos a Japón. Ahí me tocó hacer La bayadera, y yo venía haciendo el rol del “ídolo de bronce”, que es un rol de principal. Y según las reglas yo no podía estar haciendo un rol de principal siendo aprendiz, y entonces me ofrecieron un contrato de cuerpo de baile. Y tres años después me pasaron a principal. Esa función en Japón fue muy especial porque por primera vez me vieron hacer algo importante en el escenario y entonces la dirección dio el paso de promoverme.
—¿Y cómo reaccionaron los compañeros que te vieron pasar de aprendiz a principal?
—Obviamente, sentí que alguno pudo molestarse, pero cuando tu trabajo y tu esfuerzo se notan en el escenario, esa pequeña molestia se aplaca. Sobre todo cuando vos encarás todo el asunto con respeto hacia el bailarín que tenés al lado, con mucho respeto.
Por Mariano López Seoane*
*Desde Nueva York.
www.perfil.com.ar
24 de Junio de 2007
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