El ruiseñor de fuego

El ruiseñor de fuego | Danza Ballet 

Cuando en 1909 Sergei Diaghilev oyó Fuegos artificiales en San Petersburgo, su libreta mental registró inmediatamente el nombre de Stravinsky.

Unos años más tarde, cuando Tamara Karsavina -la primera bailarina que encarnó al Pájaro de Fuego- vio entrar en el teatro a aquel joven compositor, Diaghilev le susurró al oído: "Fíjate bien en él, que no tardará en hacerse famoso".

Por Alfredo Brotons Muñoz

Cuando en 1909 Sergei Diaghilev oyó Fuegos artificiales en San Petersburgo, su libreta mental registró inmediatamente el nombre de Stravinsky. El gran empresario tenía una afiladísima perspicacia para percibir la auténtica brillantez inventiva, tan distinta de la mera osadía superficial, en la música de vanguardia. Unos años más tarde, cuando Tamara Karsavina -la primera bailarina que encarnó al Pájaro de Fuego- vio entrar en el teatro a aquel joven compositor, Diaghilev le susurró al oído: "Fíjate bien en él, que no tardará en hacerse famoso". Ese primer encargo de los Ballets Rusos de París obligó a Stravinsky a abandonar El ruiseñor, una ópera-ballet (con los cantantes en el foso) que no terminaría hasta después de haber dado el triple aldabonazo con que, para el gran público al menos, comienza la música contemporánea.

Dos obras tan próximas y geniales del primer Stravinsky como El ruiseñor y El pájaro de fuego han abierto la temporada de invierno en el Palau. La rara oportunidad de oír ambas juntas y en su versión íntegra la ha hecho aún más excepcional el hecho de haber podido disfrutarlas en versiones para las que el calificativo de formidables se queda muy corto.

La elocuente serenidad del preludio del Ruiseñor dejó claro que este Stravinskyprimerizo debía tanto a Debussy como a Rimski. A continuación, el hermoso timbre e inspirado fraseo del Pescador de Evgeni Akimov confirmó el anuncio de gran velada. Cualquier duda al respecto la acabó de disipar en el papel del título la soprano Olga Trifonova, una soprano ligera con sobrada agilidad para los gorjeos pero sobre todo conmovedoramente expresiva en sus dos canciones. En el segundo acto, ya posterior a la Consagración, Gergiev, siempre seguido con refinamiento y precisión por el resto de voces y una orquesta capaz de plasmar el más mínimo matiz en cualquier dinámica y velocidad, tuvo el acierto de no limar ninguna aspereza, por ejemplo, en la música de los enviados japoneses.

Si en el Ruiseñor hubo mucho "fuego", tras el descanso lo que principalmente se puso de relieve fueron unas atmósferas cálidas y envolventes, servidas en texturas leves y traslúcidas aunque nunca rehuyendo el drama y, en los clímax, la robustez. Fueron muchos los pasajes que merecerían cita de honor, pero la forma en que la trompa surgió de una niebla casi palpable en el arranque del gozoso final tuvo una magia absolutamente inefable. www.levante-emv.com


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Igor Stravinsky

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