Tiene 33 años y brilla como bailarina «étoile» en la compañía más antigua y prestigiosa de Occidente. Este año, además, ganó el «Oscar» de la danza: el premio Benois.
Presentemos a Ludmila Pagliero con un dato más que relevante: esta muchacha que nació en la Argentina, creció en el barrio de Palermo y estudió desde pequeña en el Instituto del Teatro Colón, integra desde 2003 el Ballet de la Opera de París, la compañía más antigua y prestigiosa de Occidente y en la que muy excepcionalmente ingresan bailarinas no francesas; en 2012 accedió a la más alta categoría, bailarina étoile (estrella), de la compañía parisina. En mayo pasado recibió ex aequo –compartido con la gran bailarina uruguaya María Ricetto, del Ballet del Sodre– el prestigioso premio Benois de la Danza que se otorga en Moscú.
Por Laura Falcoff para Clarin.
Su compatriota Julio Bocca –que dirige el Ballet del Sodre de Montevideo– dijo recientemente sobre Ludmila: “Es una bailarina que ha trabajado y logrado lo que ninguna argentina antes: ser étoile de la Opera de París. Para llegar allí es preciso ser muy trabajadora y una artista empeñada en buscar siempre la excelencia. Y sobre todo, gustarle a los franceses, que no es poco”.
Ludmila Pagliero, que se presentará el 28 y 29 de julio en el Teatro Coliseo, tuvo una linda infancia: una mamá que se ocupaba mucho de los tres hijos, juegos y aventuras entre los hermanos, un papá electricista que trabajaba con ahínco para darles a sus niños todos los estudios –natación, gimnasia artística, danza, piano, teatro– que quisieran emprender, y un abuelo asistente de teatro que organizaba pequeños espectáculos con sus nietos para las ocasiones festivas: “Yo quería bailar –dice Ludmila– y recuerdo que alguna vez inventé una historia sobre un pájaro enjaulado que quería ser libre. Dirigía mi abuelo y yo improvisaba. Quizá fue él, entonces, el que encendió la llamita. Yo ya estudiaba teatro, pero lo que buscaba, creo, era expresarme a través del movimiento. Todo fue muy rápido: a los siete años probé la danza clásica y no me gustó, después hice un poco de gimnasia artística y luego danza jazz que me resultaba muy divertida. Mi profesora de danza jazz vio mis aptitudes físicas, mi capacidad para aprender rápidamente y mi coordinación natural. Me propuso que tomara clases de danza clásica, una técnica fundamental como base para cualquier otra. Pasaron tres o cuatro meses e ingresé al Instituto del Colón gracias a mi maestra de ballet, que empezó a insistirme con que tenía que hacer una escuela como la del Colón”.
¿Pensabas que, al ingresar al Instituto del Colón, tu vida iba a cambiar mucho por la gran exigencia que implicaba?
No. Era la única nena del estudio de danza a la que le sugerían ingresar al Instituto del Colón y eso ya significaba algo importante. Creo que sentía sobre todo mucha curiosidad. Cuando ingresé al Instituto me di cuenta de la exigencia, pero no me molestó. Por supuesto, estaba siempre cansada: a la mañana iba al Colón, a la tarde a la escuela primaria hasta las cinco; a las seis estaba tomando clases de ballet con una profesora privada. Me dormía apoyada sobre la mesa antes de salir para la escuela y, cuando llegaba la noche, me desplomaba en la cama.
Es habitual que los alumnos del Colón tomen además clases particulares. ¿Cómo fue en tu caso?
Son recomendaciones que se hacen y que yo también haría. Es parte de la profesión. Entré al Instituto con sólo cuatro meses de clases de ballet. Conocía sólo la mitad de los pasos y tomar clases privadas me permitía corregir aquello que no hubiera podido en una clase con otras quince chicas; la danza se asimila con la repetición y eso representa años de práctica. Además los pasos son cada vez más complejos y el salto más alto, y hay que ser cada vez más elegante y más flexible. Por eso las clases privadas me permitían estar unos pasos más adelante de lo que pedía el Instituto. El primer año lo pasé raspando, pero en el segundo me encontré entre las primeras.
¿Al pasar a segundo año ya vislumbrabas que sería tu carrera?
A esa edad –tenía unos ocho, nueve años– me resultaba más o menos fácil manejar la vida cotidiana. Pero de a poco, y ya en la secundaria, la danza comenzó a pedirme más: los espectáculos que organizaba el Instituto, o a veces trabajar como refuerzo del cuerpo de baile del Colón. Los ensayos eran a la tarde y, si pedía permiso en la escuela secundaria, me miraban con cara rara. Mi día comenzaba a las seis de la mañana y terminaba a las diez y media de la noche. Con todo esto, estaba a punto de quedar afuera en la escuela normal. Opté por dejar el colegio e intentar dar las materias libres.
¿Fue el momento de decidirte enteramente por la danza?
No, porque comenzó una etapa de crisis. Veía que había pocas posibilidades aquí; no había concursos en el Ballet del Colón, algunas de mis compañeras del Instituto se iban a estudiar afuera o ingresaban a compañías de ballet en el exterior. Empecé a ponerme nerviosa; veía que mi mundo era sólo danza, danza, danza; entonces decidí retomar el colegio secundario. Creo que volver a la escuela era, en cierta forma, renunciar a la danza; estaba comenzando la adolescencia, muy enojada con el mundo porque no veía una salida y me parecía que tanto esfuerzo para ser una bailarina profesional carecía de sentido. Tres semanas después me llega la invitación de Ricardo Bustamante (Nota de Redacción: ex director del Ballet del Colón y luego del Municipal de Chile) para entrar al Ballet Municipal de Santiago de Chile. No lo pensé dos veces: preparé mi mochila y me fui. Tenía poco más de quince años. Así comenzó mi vida profesional. Ya había participado de dos producciones del Colón como refuerzo del cuerpo de baile y había experimentado el escenario, la orquesta, el vestuario. Era lo que deseaba. Supongo que todo esto atenuaría el miedo de emprender tan joven una vida independiente lejos de mi casa.
¿Cuánto tiempo estuviste en el Ballet de Chile?
Tres años, con muchas oportunidades que me foguearon en la profesión. Pero Bustamante regresó a los Estados Unidos y estuvimos unos meses sin dirección. Para un bailarín es muy difícil no contar con un director, un guía, alguien que diga lo que hay que hacer. No sabía si volver a Buenos Aires o si seguir adelante con ese proyecto. Pero se impusieron las ganas de irme más lejos, de acceder a obras contemporáneas, a creaciones de hoy. Entonces, me presenté en un concurso en los Estados Unidos y gané un premio: dinero y un contrato con el American Ballet Theatre (ABT). Estando en Nueva York me enteré de una audición en la Opera de París; con el dinero ganado en el concurso me pagué el pasaje, me presenté y logré ingresar como cuerpo de baile a la Opera. Fue un contrato por tres meses –el del ABT era por un año así que la decisión resultaba muy difícil–, me lo renovaron y fui ascendiendo de categoría en la escala jerárquica del Ballet de la Opera. Hay cinco en total, hasta llegar a étoile (estrella). Somos siete bailarinas en ese rango.
¿Cómo se vive ese lugar? ¿Hay celos, competencia?
Quiero imaginar que en cualquier lugar de trabajo, artístico o no, existen los celos y la competencia. Como bailarinas tenemos que hacer un trabajo cotidiano para mantener el propio nivel y somos varias para el mismo rol. Cuando observás a tus compañeras y comparás, pueden aparecer esos sentimientos de celos que no siempre facilitan lo cotidiano. Pero más importante es la competitividad con uno mismo y eso sí es parte de la profesión.
¿Cómo se distribuyen los roles entre las étoiles?
La suerte de ser étoile es que te permite hablar con la dirección y expresar tus deseos y organizar, de ese modo, tu año de trabajo. El Ballet de la Opera hace muchas obras por año y hay que saber elegir y poder decirse: “Prefiero hacer este ballet, que exige una preparación técnica más fuerte y puedo manejarlo bien, y quizás esta otra obra puedo bailarla dentro de tres o cuatro años porque físicamente me pide menos, pero me interesa experimentar artísticamente en ese camino”.
¿Quiere decir que la dirección del Ballet tiene en cuenta las propuestas de cada étoile?
Sí, y a su vez hace su propia propuesta. Si es una buena dirección y funciona bien, tiene que programar pensando en los bailarines según su edad, sus capacidades, su personalidad artística. Debe pensar en cada bailarín y ver en qué obras encaja mejor y tener la visión de cómo estas obras lo ayudan a construirse como intérprete. Y además hay que tomar en cuenta al público, que en la Opera de París es muy variado: existe el que busca los grandes ballets académicos, que son también importantes para la propia compañía en cuanto a conservar la tradición, pero hay también otro tipo de público que busca ser espectador de creaciones contemporáneas. La Opera fue la primera compañía clásica que incorporó lo que son ya “clásicos contemporáneos”, como las obras de Pina Bausch. Y luego cada año hay creaciones originales de coreógrafos invitados. Es una estructura enorme y compleja.
¿Es tu compañía de ballet ideal?
Sí, porque tiene todo: puedo bailar La Sylphide, un ballet del siglo XIX, y también una obra de Pina Bausch, otra de Merce Cunningham y otra con muy poca danza. Una paleta muy grande y yo disfruto de todos estos lenguajes.
¿Cómo es un día normal en tu vida parisina?
Me levanto forzosamente temprano porque tengo un reloj personal: mi gato Drake, que a las siete de la mañana en punto me toca con su pata y maúlla para despertarme. Tomo un buen desayuno, muy consistente porque la pausa del almuerzo llega recién cerca de las tres o cuatro de la tarde; me gusta tomarme un tiempo tranquilo en casa para mirar los mails y revisar la agenda del día. Después me voy para el teatro, que está a veinte minutos de viaje de mi casa, y la primera actividad es Pilates o ejercicios específicos para la espalda o las piernas, o a veces un poco de bicicleta. Eso me prepara para empezar la clase de ballet con el cuerpo bien despierto. Y luego comienzan los ensayos, que son variables en su duración de acuerdo a la carga de trabajo que haya. Pueden ser entre dos y casi siete horas de ensayo. Habitualmente, las bailarinas étoiles terminamos a las cuatro de la tarde porque el trabajo es más corto pero más intenso que el del cuerpo de baile, que concluye siempre su jornada a las siete.
¿Cómo es tu día de ocio perfecto?
Algún lugar en la montaña o cerca del mar y un buen libro. Me encanta leer, siempre estoy leyendo algo. Y si en el lugar en el que me encuentre hay un cielo estrellado y me rodea la naturaleza, soy feliz.
¿Qué significó para vos haber recibido este año el prestigioso Premio Benois?
Me siento muy honrada por recibirlo en un momento de mi carrera en el que no busco más premios o más fama. Si quiero demostrar algo –en esta etapa de mi vida– es sólo a mí misma. Cuando supe que había ganado, me sentí muy contenta, pero creo que estuve más contenta aún cuando, unos días antes, Manuel Legris (Nota de redacción: ex primer bailarín de la Opera de París y actual director del Ballet de la Opera de Viena) me llamó para decirme que su candidata femenina era yo. Cada jurado presenta tres candidatos –bailarín, bailarina y coreógrafo– y después se vota entre todos. Siempre admiré inmensamente a Legris: como bailarín, hasta que se retiró de la Opera de París; como director después, y también ahora, cada vez que lo veo bailar increíblemente a sus cincuenta años en alguna gala. Cuando me llamó le pregunté emocionada: “¿En serio pensaste en mí?”. “Claro”, me contestó, “te admiro mucho”. Sentí que estaba todo ganado aunque luego no ganara.