Una visita del Ballet del Teatro Mariinsky de San Petersburgo despierta siempre enorme expectación. La compañía clásica por excelencia llevaba casi una década sin actuar en Múnich, por lo que su presencia en la capital bávara resultó doblemente interesante para el público de la ciudad.
Por J.G. Messerschmidt (Múnich)
En un período tan largo, todo conjunto de danza sufre cambios de gran envergadura: aparecen nuevas figuras, los bailarines jóvenes maduran y los maduros se retiran; incluso el estilo evoluciona.
En el caso del Mariinsky estos años han sido especialmente importantes, pues en ellos se ha producido el relevo de las grandes figuras del período soviético, la llegada a la cumbre de la jerarquía teatral de los últimos bailarines formados bajo el comunismo y la aparición en escena de una generación enteramente nueva, educada ya en la Rusia postsoviética.
El ballet, por sus estrechos vínculos con el poder, ha sido siempre extremadamente sensible a los cambios sociales y políticos, especialmente en Rusia.
Así pues, era de esperar que la compañía que se presentara ahora al público muniqués fuera muy diferente de la que éste había conocido en el pasado. Incluso el nombre que el conjunto llevó durante el período comunista, «Ballet Kirov», y que aún conservaba en su última visita a Múnich, ha sido definitivamente substituído por el de «Ballet del Teatro Mariinsky».
Personalmente, había tenido ocasión de ver por última vez a los bailarines del Mariinsky hace tres o cuatro años, en una actuación en Frankfurt, así como a su estrella Uliana Lopatkina hace una o dos temporadas en una gala en Múnich. En ambas ocasiones salí del teatro bastante decepcionado.
La Giselle del Teatro Mariinsky es una producción de tradicionalismo sin concesiones de ningún tipo a gustos y modas más o menos contemporáneos. Los decorados resultan algo pálidos y adolecen de excesivo convencionalismo. Los trajes, en cambio, y en particular los femeninos, son bellamente ligeros y de notable buen gusto. La coreografía, huelga decirlo, es un modelo de ortodoxia clásica.
La función del 29 de marzo estuvo protagonizada por Ekaterina Osmolkina, en el papel titular, y por Andrian Fadeyev, como ‘Albrecht’. Desde el primer momento, el cuerpo de baile se mostró muy correcto, pero sin la exquisita unidad ni la férrea disciplina del Kirov de antaño. Tratándose de otra compañía, hablaríamos de una interpretación muy satisfactoria; refiriéndonos al Ballet del Teatro Mariinsky, no podemos dejarde ocultar una cierta decepción: todo estaba bien, no se pueden hacer reproches, pero se echan de menos la uniformidad y la total perfección en la sincronía que caracterizaban a la compañía en otros tiempos.
Más aún, faltó la absoluta entrega de todos y cada uno de los bailarines. Los actuales miembros del cuerpo de baile cumplen con su función, trabajan eficientemente, pero no acaban de convencer… Quizás el problema sea precisamente que lo que hacen es un buen ‘trabajo’ y no otra cosa.
Tampoco los solistas fueron capaces de entusiasmar. Ekaterina Osmolkina es una bailarina técnicamente muy competente, con buena musicalidad y línea fluida, sin asperezas; brilla bastante más en el allegro que en el adagio, y evidentemente conoce y domina a fondo el material coreográfico de su personaje. En todo momento resuelve sin esfuerzo y con ligereza las dificultades de su papel. Ahora bien, estas cualidades no bastan para crear una ‘Giselle’ convincente. En la pantomima la interpretación de Osmolkina fue de una debilidad sorprendente.
No muy distinto fue el caso de Andrian Fandeyev, un danseur noble, que hizo todo ‘como se debe’, pero también como si se aburriera. Y lo mismo podemos decir del ‘Hilarion’ de Islom Baimuradow. A medida que avanzaba el primer acto, iba teniendo la sensación, terrible, de que Giselle había envejecido fatalmente, de que la habíamos visto demasiadas veces; de que su drama ya no me interesaba, de que sus pasos, que antes me trasladaban a una especie de nirvana, ahora me aburrían; de que todo en su historia eran lugares comunes y convencionalismos huecos, y de que acababa de perder uno de los pocos paraísos imaginarios que aún nos quedaban en este mundo. Cada vez más, tenía que esforzarme en mantener la concentración y en no caer en ese ver el escenario sin verlo, mientras uno se deja llevar por pensamientos que nada tienen que ver con lo que pasa ante la propia mirada.
Y es que los bailarines no parecían creer la historia que estaban interpretando; era como si, a pesar de no errar en los pasos ni equivocarse en la complicada pantomima, también ellos estuvieran ausentes, distraídos, con los pensamientos, o mejor aún los sentimientos, en otra parte. Actuaban, pero no sentían, y la dimensión psicológica del drama se diluía en pasos y gestos estereotipados, cuyo verdadero sentido parecían no captar plenamente. Llegaban los cazadores y en el saludo de ‘Giselle’ faltaba la timidez, faltaban los matices… ‘Giselle’ enloquecía, pero la bailarina en escena no enloquecía con ella, sino que reproducía su pasión y muerte con movimientos aprendidos y repetidos de memoria.
De tensión dramática, ni una sombra.
Como un oasis en este primer acto secamente correcto, fue la aparición en escena de Evgenya Obraztsova en el paso a dos clásico de los viñadores, acompañada por un Vladimir Shklyarov al que tuvimos la impresión de que los nervios jugaron unas cuantas malas pasadas. Obraztsova, una de las jóvenes promesas de la compañía, dio muestras del entusiasmo que en general faltó en toda la función. Se trata de una bailarina que, según pudimos ver, se halla más cómoda à terre que en los pasajes que exigen una muy gran elevación. Muy precisa en el adagio, sobresalió sobre todo por el encanto, la gracia y la simpatía que con supo adornar su actuación.
En el segundo acto el cuerpo de baile alcanzó un alto nivel de concentración y de elegancia. Tatyana Tkachenko (Moyna) y Ksenia Ostreikovskaya (Zulme) acompañaron brillantemente a una elegante ‘Myrtha’, interpretada por Viktoria Tereshkina. La pareja protagonista, sin embargo, apenas varió los planteamientos con los que había interpretado el acto primero y la emoción siguió sin manifestarse. En su lugar hubo casi una hora de pasos pulcramente contabilizados y limpiamente ejecutados.
¿Es todo esto culpa de la ampliación de repertorio del Mariinsky, que incluye actualmente hasta piezas tan alejadas del repertorio clásico como las de William Forsythe? ¿O se trata de la influencia de los cambios ‘ambientales’ que ha conllevado la aparición de una nueva Rusia, lanzada al consumismo más feroz en medio de un mundo globalizado en el que hay cada vez menos lugar para fantasías románticas? Según una ex-estrella de la compañía con la que conversamos durante la pausa, sería este último factor el determinante.
En todo caso, los músicos de la Orquesta del Teatro Mariinsky parecen inmunes a las influencias negativas, vengan de donde vengan. Bajo la dirección de Alexander Polianitschko, la orquesta, que en el primer acto había abusado un poco del mezzoforte, ofreció una versión estupenda de la partitura del segundo. Alexander Polianitschko supo obtener del conjunto sinfónico un fraseo, una dinámica y un colorido de gran riqueza, por medio de los cuales ofreció una versión eminentemente narrativa, atmosféricamente matizada, que captó con intensa tensión dramática el desenvolvimiento de la acción. Lástima que la pasión que surgía del foso no hallara eco en escena.
Después de esta experiencia, asistimos a la función del día 30 con una cierta desgana. Sobre Uliana Lopatkina corrían rumores alarmantes, que por otra parte confirmaban lo que ya habíamos visto en una gala hace un año: la gran bailarina no habría vuelto a recuperar su nivel tras la larga pausa que la tuvo alejada de los escenarios. Bien pronto, sin embargo, se vio que estos temores eran infundados. La presencia escénica de Uliana Lopatkina vuelve a ser la de sus mejores días; es decir, una presencia carismática que desde su aparición sobre el tablado atrae de manera irresistible la atención del espectador y la mantiene cautiva a lo largo de toda la velada. Como siempre en estos casos, es difícil, casi imposible, aclarar de dónde surge este carisma. Se puede aducir, sin duda, la excepcional belleza física de la bailarina, su excelencia técnica, la intensidad emotiva con que configura caracteres, etc. Pero toda explicación resulta insuficiente.
La técnica de Lopatkina parece ser ahora algo menos brillante de lo que lo fue en el pasado, el aplomb un poco menos contundente, el equilibrio no tan extremadamente firme.
Hábilmente Uliana Lopatkina sabe sacar provecho de estas mermas convirtiéndolas en recurso expresivo e intensificando así la vulnerabilidad y la indefensión del personaje de ‘Giselle’.
En el trabajo de pies, sin embargo, sigue manteniendo su precisión de antaño. Su port de bras, blando como niebla, contnúa siendo un incomparable portento de musicalidad y de lirismo. Ahora bien, lo verdaderamente prodigioso en el arte de Lopatkina es su capacidad de matización. Tanto en la pantomima como en la danza pura logra, por medio de gestos y movimientos mínimos, dar expresión material a una aparentemente ilimitada gama de estados afectivos. Como pocos artistas, da forma visible a los más sutiles movimientos anímicos de una, pese a su aparente simplicidad, complejísima ‘Giselle’.
No menos admirable es la continuidad melódica, sin rupturas ni ‘costuras’, con que sabe pasar de una situación dramática a otra, de una a otra serie de pasos, de una a otra disposición psíquica.
Y todo ello sin que la danza pierda ni un instante un altísimo grado de belleza. Su entrega al papel es incondicional: no sólo es el cuerpo el que danza, el rostro lo acompaña, sobre todo sus enormes, melancólicos ojos, cuya expresión cambia como la luz de un cielo ya expuesto al brillo del sol, ya ensombrecido por el paso de las nubes.
La ‘Giselle’ de Lopatkina es idealmente romántica: tímida sin exageraciones, ingenua sin caer en la banalidad y sobre todo extraordinariamente elegante. En la escena de locura se aleja de los lugares comunes y, sin abandonar la distinción y haciendo alarde de austeridad (¡baste decir que ni siquiera se suelta el cabello!) logra elevar al máximo la tensión dramática.
En el segundo acto se puede apreciar plenamente la excelencia de Uliana Lopatkina como bailarina y la etérea musicalidad de cada uno de sus movimientos.
El resto de los intérpretes parece dejarse inspirar por ella y ofrece una versión mucho más convincente que la de la velada anterior. Igor Kolb es un ‘Albrecht’ técnicamente a muy buen nivel, elegante, psicológicamente bien configurado y no falto de carisma. El ‘Hilarion’ de Islom Baimuradow aparece mucho más logrado que en la función del día 29 y Ekaterina Kondaurova hace una ‘Myrtha’ llena de temible dignidad.
El cuerpo de baile alcanza en el segundo acto un nivel excelente y la orquesta vuelve a demostrar cualidades excepcionales.
Dos funciones de Giselle nos han permitido atisbar algunos de los cambios acaecidos en San Petersburgo y comtemplar parte de una tradición que aún sigue siendo cultivada brillantemente.
El futuro, sin embargo, sigue sin poder vislumbrarse con claridad.
Giselle o las Wilis, ballet fantástico en dos actos
Libreto: Théophile Gautier, Jules-Henri Vernoy marqués de
Saint-Georges y Jean Coralli, según un texto de Heinrich Heine.
Música: Adophe Adam.
Coreografía: Jules Perrot y Jean Coralli en la versión de Marius Petipa, reconstruída por Yuri Slonimsky.
Escenografía: Igor Ivanov.
Vestuario: Irina Press.
Reparto
Giselle: Ekaterina Osmolkina (29 de marzo) y Uliana Lopatkina (30 de marzo);
Albrecht, Duque de Franconia: Andrian Fadeyev (29 de marzo) e Igor Kolb (30 de marzo);
paso a dos clásico: Evgenya Obraztsova y Vladimir Shklyarov;
Myrtha, Reina de las Wilis: Viktoria Tereshkina (29 de marzo) y Ekaterina Kondaurova (30 de marzo); Moyna: Tatyana Tkachenko; Zulme: Ksenia Ostreikovskaya.
Solistas y cuerpo de baile del Ballet del Teatro Mariinsky.
Orquesta del Teatro Mariinsky.
Dirección musical: Alexander Polianitschko.
Temporada del Ballet del Estado de Baviera
Por J.G. Messerschmidt
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